TALLER ÉTICA 2° PERIODO
Lee un
fragmento del libro “La princesa que creía en cuentos de hadas” e
identifica, referencia los conceptos de
valor, bien, necesidades y características de los valores, argumenta tus respuestas
.
Entrega las respuestas en forma de trabajo escrito, a mano, el próximo viernes 10 de mayo de 2013.
La Princesita y el Código Real
La princesita paseaba por el estrecho y
sinuoso sendero del jardín del palacio, intentando sostener una cesta en la que
llevaba tres pequeños tiestos de hermosas rosas rojas, una paleta, unos fertilizantes,
unos guantes de jardinería, una pequeña regadera y una gran toalla de lino del
palacio.
A su paso, los capullos de rosas y las
flores de diversos colores, brillantes, rosas, blancas y amarillas, abrían sus
nuevos pétalos hacia el sol con gran delicadeza, y su perfume llegaba hasta las
copas de los árboles. Su alegre corazón cantaba mientras de rodillas colocaba
la toalla junto a un montón de tierra ya preparada para ser plantada. El
jardinero de palacio le había enseñado muy bien su oficio y sabía cuál era su
tarea. Y así lo hizo sin mancharse apenas su blanco delantal.
Era tal la dulzura de su canto que,
antes de colocar la primera planta en la tierra, los pájaros de los árboles,
sintiéndose atraídos, se atrevieron a cantar al unísono con ella.
Una vez terminada su labor, regresó a
palacio seguida por los pájaros mientras invadía con su melodía el vestíbulo
real.
Era tan grande la algarabía y el
gorjeo, que la princesita no oyó al rey que salía por una puerta cercana al
enorme vestíbulo.
—Victoria —dijo con tono de enfado
mientras se dirigía hacia ella—, deja de armar tanto alboroto ahora mismo. ¿No
hemos hablado ya muchas veces de ello? ¡Es que no me escuchas!
La princesita se quedó paralizada ante
la súbita presencia del rey.
—Lo siento, papá —dijo con gran
nerviosismo elevando la voz por encima del gorjeo y del trino de los pájaros—,
lamento que mi canto sea...
—Para los pájaros —le contestó—. Y muy
bien pueden dar fe de ello esas infernales criaturas que se posan en el suelo y
vuelan de acá para allá, saliendo y entrando por las ventanas del palacio y causando
un gran alboroto cada vez que comienzas a cantar esas tonterías. —Sacudió los
brazos para ahuyentar a los pájaros—. ¡Sácalos de aquí de una vez! Estoy
reunido con los dignatarios extranjeros y no podemos hablar con todo este alboroto
al que tú llamas canto.
—Sí, papá, —contestó la princesita a la
vez que intentaba por todos los medios no parecer abatida por este golpe
mortal, pues sabía muy bien lo que podía pasar si se alteraba delante de cualquier
persona, sobre todo de su padre.
Satisfecho, el rey dio media vuelta y
al tiempo que se disponía a desaparecer por la misma puerta por la que había
venido, apareció Timothy Vandenberg III que, ladrando con gran furia, se cruzó
en su camino y estuvo a punto de derribarlo.
—¡Guardia —gritó el rey—, saquen a este
chucho del palacio y asegúrense de que no vuelva!
—¡No, no papá! ¡Timothy no! ¡Que no se
lo lleven, por favor!
—No es más que un estorbo, Victoria;
—se volvió al guardia y señalando la puerta, continuó—: el perro debe irse.
El guardia siguió a Timothy Vandenberg
III que intentó escabullirse corriendo de un lado a otro, pero en el instante
en el que el guardia lo iba a alcanzar, Timothy tropezó con un pedestal de alabastro
y tiró al suelo de mármol un jarrón de hermosas rosas rojas de tallo largo.
La princesita, agarrando la pierna del
guardia en el momento en el que se disponía a agarrar al perro, le rogó:
—Por favor, no se lo lleve. ¡Por favor!
La reina, que había oído el alboroto y
había salido rápidamente para averiguar la causa, tomó a la princesita del
brazo y la separó del guardia.
—Victoria, ¡te ordeno que dejes de
comportarte de esta forma tan indecorosa ahora mismo! Tú padre tiene razón; un
perro es un animal indigno de una princesa; —miró a su alrededor con gran estupor
y exclamó—: ¡Mira todo este desorden!
La princesita intentó disimular su
propio enfado y guardó silencio, aunque la expresión de su cara la delataba.
—¡Sabes muy bien cómo debes
comportarte! —le dijo la reina, examinando con atención el
gesto fruncido de la princesita—. Vete
ahora mismo a tu habitación y repasa el Código Real, sobre todo la parte que
trata de la conducta distinguida y la indecorosa manifestación de las
emociones. Y no salgas hasta que no haya una sonrisa en tu cara.
La princesita luchó para no dejarse
llevar por el impulso que le empujaba a salir corriendo del vestíbulo y, en su
lugar, un mar de lágrimas amenazaba con inundar sus ojos. Sin embargo, consiguió
contenerlas aunque alguna pequeña lágrima errante corrió por su mejilla
mientras subía por la gran escalera de caracol que le conduciría a su
habitación.
Una vez en ella, derramó muchas más
lágrimas mientras releía el «Código
Real de Sentimientos y Conducta de Princesas»
colgado en un lugar destacado encima de su tocador. Había sido confeccionado
con gran esmero por el calígrafo de palacio, enmarcado y colocado con gran
acierto por el decorador quien, a su vez, había seguido las órdenes de la
reina. En él se decretaba no sólo cómo debía mirar, actuar y hablar en todo
momento la princesita, sino también lo que tenía que pensar y sentir. Asimismo,
exponía con suma claridad los pensamientos y sentimientos que se consideraban
improcedentes para su condición, si bien en múltiples ocasiones así era como sentía y pensaba. En
ninguna parte se decía lo que tenía que hacer para evitarlo. Después de todo,
¿por qué debía ser una princesa?, se preguntaba.
—Crees que es por mi culpa como
siempre, ¿verdad, Victoria?, —le preguntó Vicky, esa vocecita que procedía de
lo más hondo de su ser.
—¡Sí! Ya te he dicho miles de veces que
íbamos a tener problemas como siguieras cantando, bailando, llorando y poniendo
mala cara. ¡Es que no me escuchas!
—Te odio cuando hablas igual que el
rey, —le contestó Vicky. —Lo siento, pero ya no sé qué debo hacer. —Puedo cumplir
el Código Real, de verdad. Te lo demostraré. —Vicky levantó la mano derecha, se
aclaró la garganta y dijo con gran solemnidad—: «Prometo seguir fielmente el Código Real en todo
momento para ser buena, no, incluso más que eso, para ser perfecta. ¡Lo juro y
que me muera, un beso al lagarto si así fuera!»